La bestialidad nos
define: somos el amante, el hijo de puta, la desventura, el desterrado, el
testarudo, la desalmada, el infierno; y la ira. Compartimos un mismo destino
formado por un nudo en los intestinos y en la inmensidad del odio que le
tenemos. La bestialidad tiene forma de mirada absorta en un deseo, de la
lujuria que destruye corazones, de la fortuna con forma de rata, de la terquedad
con la que ardemos por los errores de siempre.
Somos bestias que huimos por un agujero, por un accidente,
por el dinero, por la muerte. Somos el grito que une cada latido con el sonar
de un teléfono mudo, del disparo solitario de un adiós tácito, de las garras
del destierro y el flagelo. Somos bestias por el miedo que le tenemos a la
suerte. Del otro lado, somos bestias porque no entendemos que la fe nos azota y
nos deforma. Somos bestias porque tenemos el recuerdo atado a la gravedad de la
desdicha.
¿Recuerdas el momento preciso en que lo dejaste todo? Ese
momento en que incineraste la vida, abrazaste la ira, destrozaste el mundo, y
te volviste dueño de tu locura. Mientras más amas, más animal te vuelves y
solamente el instinto te mueve, te promete entre vacíos y lagunas, que volverás
a ser el mismo, u otra persona. Y al recordar ese momento, ¿cómo negociaste con
tu destino? Me imagino que con la única moneda que nos queda: ser víctimas de
la bestia que llevamos (a menudo) (muy) dentro.
Al final ni siquiera sé si me quedo o me voy. Así no puedo
pensar, así no puedo sentir.
Me da miedo la enormidad.
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