Habíamos estado tan acostumbrados a perder que casi me olvidaba como era eso de los triunfos. Te digo la verdad: no me gusta celebrar nada. A veces confío en que todo pasa, que nada es para siempre y que en cierta forma, pasamos desapercibidos. El viento nos trae y nos lleva, a veces no hay quién nos aguante y por eso pasamos sin avisar.
Todos arrastramos algo. A pesar de la soberbia, siempre terminamos aceptándolo. Arrastramos cojudeces, sí. La mayoría de las veces sobretodo. Arrastramos cosas del amor, del trabajo, de la vida, de los amigos, de los enemigos, de uno mismo, de la niñez, de las calles, del colegio, de ese primer ciclo de la universidad, de los autogoles, de las canciones, de los viajes. Arrastramos cosas que nos meten cabe. Todas esas cosas a veces no nos dejan respirar. Y seguimos arrastrándolas por la vida, como un gran libro que nos leen, creyendo que todas las verdades nos martillan para siempre.
¿Qué sería de mi, sin ustedes? Por eso vale la pena conservar a los buenos amigos, a quienes de vez en cuando hay que escucharles lo que no queremos escuchar. A todos aquellos que por más que estén aburridos del mismo rollo, terminan cada frase con un "pero bueno". Sin esos amigos no valdríamos nada, no aguantaríamos ni un segundo la brisa de una mañana hostil ni los inviernos que se prolongan una eternidad. Vale la pena conservar a los amigos que ayudan a superar, perdonar y olvidar.
El resto del crédito, que es más del 50%, es para mi reina. ¿Qué sería de mi sin ella, ahora?
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