Me he pasado diez noches, separadas por varias semanas entre
sí, despierto. No intenté dormir y vi el reloj marcando cada hora tan rápido como
si fuera lo único que tuviera que hacer. El tiempo no es más que un crucifijo
tratando de llegar a mí. Al menos así lo veo. Mientras esos pájaros alardeaban
sobre el nuevo día y su plenitud de oportunidades, yo susurraba algunos nombres
seguido por un lamento onomatopéyico. Durante esas noches en vela, reescribí mi
vida.
Lo hacía hasta que algo o alguien me dijo:
“En serio, ¿necesitas
a todas esas personas de vuelta?... Me refiero, algunas ya se han muerto. Si no
les dijiste lo que tenías que decirles, probablemente ya se hayan enterado. Si
tenías que escucharlos, pues imagina que te lo dijeron y ya. En serio, ¿necesitas
que ella vuelva? ¿Qué ellos te perdonen?” Una disculpa estaría bien. “Cojudeces,
no hay mejor fórmula que el olvido. Tienes demasiada información estúpida e
inservible, y todas esas personas ya descartaron quién eres, qué haces, dónde
vives y para dónde vas. ¿Te sirve ahora? A mí no me serviría ese número de
teléfono, ni esa dirección, ni ese discurso, ni esas fechas, ni esa culpa, ni
esas caras ya.”
¿Bastaría con olvidar? “El pasado ya terminó contigo. No
hurgues más. Termina tú con él. Ahora que puedes, hazlo. Despréndete. Respira. Recupérate.
Levántate. Y anda.”
La onceava noche la separé para mí. Y me quedé dormido.
Crucé los dedos al despertar, esperando que todos se hayan ido.
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